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Chile y Bolivia: Las lenguas rotas

por Ascanio Cavallo

El lenguaje común que hablan Chile y Bolivia parece no encontrarse en punto alguno y se ve continuamente desbordada por la sensación de que sólo importa la realpolitik.

¿Evo Morales ha tirado del mantel en la negociación de la famosa agenda de 13 puntos con Chile? ¿O más bien espera que el gobierno de Chile aplique también el principio de las "cuerdas separadas" que aceptó con Perú, en el cambio de enfoque más importante de la política exterior chilena de los últimos 30 años?
Morales siguió un camino inusualmente riguroso. Anunció que esperaba una propuesta marítima chilena para el "Día del Mar". Como no la recibió, en esa conmemoración anunció que demandaría a Chile en tribunales internacionales. Y ante las respuestas de La Moneda a esos dichos, declaró que Chile estuvo "perdiendo el tiempo" en el diálogo sobre los 13 puntos. Escalón por escalón, el Presidente boliviano preparó lo que el semanario peruano Caretas llamó "el fin de la larga luna de miel" entre La Paz y Santiago.


Hay buenas razones para preguntarse si esa luna -los seis años de negociaciones sobre los 13 puntos- ha sido de miel o de hiel, porque incluso en sus mejores momentos ha estado marcada por la desconfianza y el desequilibrio de expectativas. Morales sinceró que para Bolivia los 13 puntos eran sólo uno: el mar. ¿Y acaso Chile no lo sabía?

Lo que pasó ahora se puede resumir así: el gobierno de Piñera creyó posible formular una oferta a Morales, lo anunció así privadamente, llegó luego a la conclusión de que ella sería "destrozada" en el ambiente político de La Paz y por tanto no llegó a plantearla. Morales recibió esta noticia como una puñalada.
¿En qué consistiría esta oferta? Hace ya muchos años la clase dirigente chilena, de derecha a izquierda, ha desarrollado el consenso de que Bolivia podría tener una salida directa al Pacífico mediante una franja territorial pegada a la frontera con Perú. Sería una tecnicalidad que tal franja fuese sin soberanía, con ella o con un acuerdo de gradualidad. La única condición relevante de la diplomacia chilena ha sido que se trate de un proceso de integración, y no sea el resultado de la alteración de un tratado o de una reivindicación territorial. Perú dificultó conscientemente esta posibilidad con su demanda contra Chile en La Haya, pero esa circunstancia podría abordarse como un tropiezo, no como una clausura.

Por lo tanto, esta es sólo una parte del problema. La otra, la de fondo, es la convergencia de tres diferencias que ponen una incalculable distancia en todas las relaciones entre Chile y Bolivia.

La primera es la endémica inestabilidad política de Bolivia, que aunque no ha llegado a convertirla en un estado fallido, hacen de su diplomacia una montaña rusa. Esto ha creado ciertos hábitos perversos en ambos países. Cada vez que Bolivia eleva el tono de su reivindicación marítima, los chilenos miran la popularidad del gobierno paceño y explican sus reacciones por sus conflictos internos. Es la manera perfecta de ver una verdad a medias. A la inversa, cada vez que Chile intenta una aproximación diplomática, los bolivianos piensan que sobreviene otro proceso de dilaciones. Otra verdad a medias.

La centroizquierda chilena quiso creer, con no poco voluntarismo, que Evo Morales representaría una esperanza mayor de estabilidad y consenso social en Bolivia. Pero eso ha terminado siendo una tercera verdad a medias: Morales sólo es lo que las limitaciones de su desafío ideológico-etnográfico le han permitido ser.

La segunda es el irredentismo. Bolivia perdió grandes territorios en la Guerra del Pacífico con muy escasa resistencia y bajo la dirección de una clase política y militar dividida. Casi se podría decir que la verdadera guerra se libró entre Chile y Perú, y que la presencia de Bolivia fue apenas accidental, por muchos que fuesen sus perjuicios. En esa guerra salvaje Chile ocupó Lima, no La Paz. ¿Hizo una diferencia, quizás inconsciente, entre el Virreinato y el Tahuantisuyo?

Pero desde entonces y por 132 años, más tiempo del que tuvo litoral como república independiente, la misma clase boliviana ha sostenido en forma persistente dos cosas: 1) que la pérdida del mar fue injusta y 2) que la lentitud de su desarrollo económico se debe a su enclaustramiento. La fuerza de esa insistencia ha llegado a crear cierto sentimiento de culpa en Chile, cuyos líderes no aceptarían negociar con Perú, como no lo hicieron con Argentina, lo que están dispuestos a transar con Bolivia. Da lo mismo si es cierto o falso que los bajos índices sociales bolivianos se deban a la falta de mar. Si lo sienten así, alguna razón deben tener.

La cara negra del irredentismo es que cualquier solución, por generosa que fuese, no sería nunca suficiente. Cuando los políticos bolivianos infatúan en sus discursos la recuperación de Atacama, ese fantasma activa en Chile las ideas nunca extinguidas de que en verdad ninguna solución es posible.

El tercer factor es cultural. Si hay algo en los países que se pueda llamar estilo, los de Chile y Bolivia han estado en las antípodas. Hace unos años un alto diplomático chileno viajó a Buenos Aires a reunirse en secreto con su par boliviano, listo para sellar un acuerdo sobre ampliación de capacidades portuarias de Bolivia. En el momento de la firma, el representante de Bolivia presentó nuevas peticiones, muy superiores a las concordadas. Tiempo después, el diplomático tuvo ocasión de preguntarle al entonces Presidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez de Losada, por qué había fracasado esa gestión. El ex mandatario explicó: "Es que yo les dije: con Chile, siempre pidan un poquito más".

La diferencia de lenguajes es esencial en la diplomacia. Mejor dicho: la diplomacia consiste en comprender el lenguaje del otro. Pero la lengua común que hablan Chile y Bolivia parece no encontrarse en punto alguno y se ve continuamente desbordada por la sensación de que sólo importa la realpolitik.

El cuarto elemento es Perú. Pero ni la más astuta política limeña podría haber pescado en el revuelto río chileno-boliviano si entre La Paz y Santiago hubiese existido alguna vez la certeza de que un paso no es un retroceso, que un acuerdo no es una controversia y que un gesto no es una hostilidad.

El caso es que, a un año de instalado, el gobierno de Piñera enfrenta el peor cuadro vecinal que se haya planteado desde los años 80. ¿Circunstancial, estructural, heredado, inevitable, molesto, irrelevante, delicado, peligroso? Todas las anteriores.

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