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El socialismo de ayer y de siempre

por Noam Chomsky

El término “socialismo” se ha convertido en un comodín confuso que cualquiera puede usar a su antojo. Usted incluso ha dicho que todos los países que se han llamado socialistas han sido en realidad antisocialistas. Si es así, ¿qué significa socialismo hoy? [Leer más]

El socialismo de ayer y de siempre

por Noam Chomsky

El término “socialismo” se ha convertido en un comodín confuso que cualquiera puede usar a su antojo. Usted incluso ha dicho que todos los países que se han llamado socialistas han sido en realidad antisocialistas. Si es así, ¿qué significa socialismo hoy?

Cuando la gente habla de socialismo sobre todo habla del control estatal de la producción y los recursos naturales. A eso se le puede llamar como sea, pero no es lo que el socialismo ha significado por tradición. Hay muchas versiones del socialismo pero todas tienen en común un valor central: quienes producen deben tener el control de la producción. Los trabajadores deben controlar las fábricas, los campesinos deben controlar las tierras que trabajan y también sus comunidades. El socialismo visto así es una forma extrema de democracia. Pero, en realidad, no hay nada parecido en los países llamados socialistas. De hecho, los bolcheviques, que eran el ala derecha de los socialistas, tomaron el poder en 1917 estableciendo el patrón de lo que seguiría, y se movieron rápidamente para eliminar las genuinas formas de socialismo que habían sido ensayadas antes y constituían el fermento de los soviets, verbigracia los consejos fabriles o la actividad revolucionaria de las sociedades agrarias. Estas formas fueron debilitadas y velozmente desmanteladas hasta que prácticamente no pudieron funcionar. La Asamblea Constituyente fue eliminada porque habría transferido poder a las bases sociales campesinas y trabajadoras, cosa que a los bolcheviques no les interesaba y, de hecho, fue la razón por la que crearon los “ejércitos del trabajo”, sometidos al mandato del líder. Y esto es lo opuesto al socialismo. Los bolcheviques nacionalizaron las industrias y los recursos. En ese sentido, eliminaron el capital privado y eso generó una visión muy negativa del socialismo. Ahora bien, ellos tuvieron sus razones y la principal era la peligrosa situación internacional. Habían sido invadidos por Occidente y basaban sus medidas en principios y concepciones del marxismo, aunque en este caso eran concepciones que Marx mismo no sostuvo. La supuesta idea marxista era que un país no puede llegar al socialismo sin atravesar determinadas etapas, la primera de las cuales es la industrialización; luego vendría la organización del proletariado, que tomaría los asuntos en sus propias manos para establecer una dictadura. Rusia difería en ése y otros aspectos: era una sociedad campesina atrasada, básicamente una sociedad colonial, aunque inusualmente poderosa y con una gran fuerza militar, incluso bajo los zares. Además, había desarrollo en ciertos campos y una élite cultivada y sofisticada. Esta combinación no es extraña. Solo hay que fijarse en América Latina, donde sucede lo mismo y hay una élite con una rica tradición cultural. Los soviets querían industrializar a Rusia y, dadas sus circunstancias, pensaron que lo harían a través de un liderazgo autoritario. De esta manera implementaron casi toda la estructura en la que más tarde se produjeron las monstruosidades de Stalin. Los otros países llamados socialistas adoptaron variantes de estas estructuras, aunque hubo diferencias, como en la China de Mao.

Diferencias que no hicieron el socialismo de Mao menos sangriento que el de Stalin.

No menos sangriento, es cierto. Pero si te fijas notarás que la caracterización de China en Occidente no es correcta. Los economistas modernos señalan que el avance radical del tren económico chino solo ha sido posible porque está montado sobre los sólidos rieles de Mao. Eso lo demuestra el Premio Nobel de Economía Amartya Sen en un estudio cuya primera parte ha sido muy elogiada, al tiempo que la segunda es prácticamente inmencionable en Occidente porque compara China con India entre 1947 y 1979, lo que tiene sentido pues en el 47 ambos países se independizaron y el 79 fue el año del gran viraje de la reforma económica china. Al estudiar la mortalidad durante la hambruna de 1958, Sen la llamó una hambruna política. No porque hubiera un propósito deliberado de causarla, sino porque el sistema totalitario era tal que la información acerca de lo que estaba pasando no llegaba a los centros de decisión y cuando lo supieron ya era demasiado tarde. En ese sentido, se trató de un crimen político. Pero incluso contando esos treinta millones de víctimas, sucede que en India murieron cien millones de personas por la hambruna, simplemente porque el capitalismo democráctico de ese país no instituyó las reformas sociales que previnieran ese desastre, como lo hizo China con los sistemas rurales, los médicos de a pie y otros programas. Eso, a fin de cuentas, hizo una diferencia de setenta millones de víctimas. En palabras de Sen, India puso tantos esqueletos en el clóset cada ocho años como lo hizo China en el período del gran salto hacia adelante, su mayor vergüenza. Durante la revolución cultural también se cometieron muchas atrocidades pero, al parecer, las condiciones generales en las áreas rurales también mejoraron. Así que es una historia ambivalente.

¿Cree usted que valió la pena la experiencia en términos históricos?

No puedo sacar conclusiones de unas pocas conversaciones, pero de vez en cuando oigo a gente muy crítica con Mao que cuenta cómo en su gobierno se asesinó a mucha gente de forma sangrienta. Así que es un asunto complejo. Lo que no admite discusión es lo que pasó en la India capitalista y democrática en el mismo período. Sin embargo, a la hora de juzgar estos hechos siempre usamos un doble estándar. Si comparas a nivel mundial, verás que los errores y las matanzas de la democracia capitalista son colosales, pero no los contamos.

Volvamos al centro de la cuestión. ¿De qué hablamos cuando hablamos de socialismo?

En esencia, el socialismo es lo que tradicionalmente fue. Los productores, que son la mayoría de la población, deberían tener el control sobre la producción. Pero cuando hablo de productores no me refiero solamente a los trabajadores de las fábricas. Un productor puede ser un ingeniero de programación o un profesor universitario.Y, en realidad, la universidad es la única institución que se aproxima a esta idea según la cual los productores controlan lo que ellos producen. De modo que ellos deben controlar cualquiera que sea el aparato de producción en el cual operan. Deberían tomar las decisiones y lo mismo debería decirse de la comunidad en cuanto al control de su propio funcionamiento. Estas concepciones del marxismo coinciden en gran medida con el anarcosindicalismo. De hecho, hubo levantamientos obreros cuyas luchas antitotalitarias derivaron del modelo anarcosindicalista, como es el caso del sindicato Solidaridad en Polonia. La revolución húngara también surgió de un movimiento con estas características. Es algo que pasa de manera automática cuando la gente trata de derrocar a los amos. Ésos son los elementos centrales del socialismo. Pero el socialismo existente ni se aproxima a esos elementos. De hecho, es casi justamente lo opuesto. ¡En Estados Unidos hay más control de los trabajadores sobre la producción que en Rusia!

El punto es que su concepción se aleja del concepto tradicional de clase trabajadora y quienes la representan. También les resta poder a instituciones tradicionales como el Estado, que históricamente se ha proclamado agente principal del socialismo.

Sí, eso es válido para el socialismo existente, es decir, un tipo de socialismo que prácticamente no se puede distinguir del capitalismo de Estado. Para entenderlo conviene analizar el caso de Estados Unidos, reconocido como la sociedad capitalista por excelencia. ¡Y no es para nada una sociedad capitalista en el sentido tradicional!

¿Cómo llegó este país a ser la sociedad más rica y avanzada? Pues bien, había economistas como Adam Smith que aconsejaban en su época a Estados Unidos. ¿Qué tipo de consejos le daban? Los mismos que ofrecen el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional a América Latina. Smith aconsejó al gobierno estadounidense profundizar sus ventajas comparativas. Ustedes son buenos en agricultura y exportando pieles, afirmaba. No traten de competir con bienes acabados, porque en eso Inglaterra es mucho más eficiente. Así que para alcanzar la eficiencia total, deben exportar en el sector primario y comprar los bienes industriales de Inglaterra. También aconsejó al gobierno no monopolizar los recursos naturales. Eso no era un asunto despreciable si recordamos que el petróleo del siglo XIX fue el algodón, que era el núcleo de la revolución industrial. Estados Unidos producía una gran parte del algodón mundial y Smith decía que no lo monopolizaran porque era económicamente perjudicial. En lugar de eso, Estados Unidos subió enormemente los impuestos a los textiles británicos y así pudo arrancar con su propia industria textil, que es la forma original de comenzar la industrialización. Más tarde bloqueó la industria metalúrgica británica, muy superior a la nuestra entonces. El gobierno incluso trató de monopolizar el algodón y estuvo a punto de lograrlo. En el Congreso se decía: “Si podemos acaparar el algodón, pondremos a Gran Bretaña de rodillas”. El ejemplo muestra a las claras que el desarrollo de este país no fue un proceso capitalista. Y eso se mantiene hasta hoy con Internet y los computadores. En conclusión, Estados Unidos es tan capitalista como Rusia socialista.

Ahora bien: las categorías socialismo y capitalismo son armas ideológicas, no términos descriptivos, aunque ciertamente hay muchas diferencias entre la versión soviética del capitalismo de Estado y la versión estadounidense. Pero ninguna de las dos se aproxima a los términos con los que se les identifica en la guerra ideológica. Y si nos ponemos a examinar, uno de los pocos lugares que aplica el término capitalismo es América Latina, donde se impuso en una versión neoliberal que sigue de cerca las líneas de Adam Smith. ¡Solo imaginemos lo que habría pasado si Estados Unidos hubiese seguido esas reglas! El neoliberalismo se creó para imponerlo en el Tercer Mundo. No es nada nuevo: esas ideas provienen de los modelos económicos creados para sojuzgar a las colonias.

Chile y Bolivia: Las lenguas rotas

por Ascanio Cavallo

El lenguaje común que hablan Chile y Bolivia parece no encontrarse en punto alguno y se ve continuamente desbordada por la sensación de que sólo importa la realpolitik.

¿Evo Morales ha tirado del mantel en la negociación de la famosa agenda de 13 puntos con Chile? ¿O más bien espera que el gobierno de Chile aplique también el principio de las "cuerdas separadas" que aceptó con Perú, en el cambio de enfoque más importante de la política exterior chilena de los últimos 30 años?
Morales siguió un camino inusualmente riguroso. Anunció que esperaba una propuesta marítima chilena para el "Día del Mar". Como no la recibió, en esa conmemoración anunció que demandaría a Chile en tribunales internacionales. Y ante las respuestas de La Moneda a esos dichos, declaró que Chile estuvo "perdiendo el tiempo" en el diálogo sobre los 13 puntos. Escalón por escalón, el Presidente boliviano preparó lo que el semanario peruano Caretas llamó "el fin de la larga luna de miel" entre La Paz y Santiago.


Hay buenas razones para preguntarse si esa luna -los seis años de negociaciones sobre los 13 puntos- ha sido de miel o de hiel, porque incluso en sus mejores momentos ha estado marcada por la desconfianza y el desequilibrio de expectativas. Morales sinceró que para Bolivia los 13 puntos eran sólo uno: el mar. ¿Y acaso Chile no lo sabía?

Lo que pasó ahora se puede resumir así: el gobierno de Piñera creyó posible formular una oferta a Morales, lo anunció así privadamente, llegó luego a la conclusión de que ella sería "destrozada" en el ambiente político de La Paz y por tanto no llegó a plantearla. Morales recibió esta noticia como una puñalada.
¿En qué consistiría esta oferta? Hace ya muchos años la clase dirigente chilena, de derecha a izquierda, ha desarrollado el consenso de que Bolivia podría tener una salida directa al Pacífico mediante una franja territorial pegada a la frontera con Perú. Sería una tecnicalidad que tal franja fuese sin soberanía, con ella o con un acuerdo de gradualidad. La única condición relevante de la diplomacia chilena ha sido que se trate de un proceso de integración, y no sea el resultado de la alteración de un tratado o de una reivindicación territorial. Perú dificultó conscientemente esta posibilidad con su demanda contra Chile en La Haya, pero esa circunstancia podría abordarse como un tropiezo, no como una clausura.

Por lo tanto, esta es sólo una parte del problema. La otra, la de fondo, es la convergencia de tres diferencias que ponen una incalculable distancia en todas las relaciones entre Chile y Bolivia.

La primera es la endémica inestabilidad política de Bolivia, que aunque no ha llegado a convertirla en un estado fallido, hacen de su diplomacia una montaña rusa. Esto ha creado ciertos hábitos perversos en ambos países. Cada vez que Bolivia eleva el tono de su reivindicación marítima, los chilenos miran la popularidad del gobierno paceño y explican sus reacciones por sus conflictos internos. Es la manera perfecta de ver una verdad a medias. A la inversa, cada vez que Chile intenta una aproximación diplomática, los bolivianos piensan que sobreviene otro proceso de dilaciones. Otra verdad a medias.

La centroizquierda chilena quiso creer, con no poco voluntarismo, que Evo Morales representaría una esperanza mayor de estabilidad y consenso social en Bolivia. Pero eso ha terminado siendo una tercera verdad a medias: Morales sólo es lo que las limitaciones de su desafío ideológico-etnográfico le han permitido ser.

La segunda es el irredentismo. Bolivia perdió grandes territorios en la Guerra del Pacífico con muy escasa resistencia y bajo la dirección de una clase política y militar dividida. Casi se podría decir que la verdadera guerra se libró entre Chile y Perú, y que la presencia de Bolivia fue apenas accidental, por muchos que fuesen sus perjuicios. En esa guerra salvaje Chile ocupó Lima, no La Paz. ¿Hizo una diferencia, quizás inconsciente, entre el Virreinato y el Tahuantisuyo?

Pero desde entonces y por 132 años, más tiempo del que tuvo litoral como república independiente, la misma clase boliviana ha sostenido en forma persistente dos cosas: 1) que la pérdida del mar fue injusta y 2) que la lentitud de su desarrollo económico se debe a su enclaustramiento. La fuerza de esa insistencia ha llegado a crear cierto sentimiento de culpa en Chile, cuyos líderes no aceptarían negociar con Perú, como no lo hicieron con Argentina, lo que están dispuestos a transar con Bolivia. Da lo mismo si es cierto o falso que los bajos índices sociales bolivianos se deban a la falta de mar. Si lo sienten así, alguna razón deben tener.

La cara negra del irredentismo es que cualquier solución, por generosa que fuese, no sería nunca suficiente. Cuando los políticos bolivianos infatúan en sus discursos la recuperación de Atacama, ese fantasma activa en Chile las ideas nunca extinguidas de que en verdad ninguna solución es posible.

El tercer factor es cultural. Si hay algo en los países que se pueda llamar estilo, los de Chile y Bolivia han estado en las antípodas. Hace unos años un alto diplomático chileno viajó a Buenos Aires a reunirse en secreto con su par boliviano, listo para sellar un acuerdo sobre ampliación de capacidades portuarias de Bolivia. En el momento de la firma, el representante de Bolivia presentó nuevas peticiones, muy superiores a las concordadas. Tiempo después, el diplomático tuvo ocasión de preguntarle al entonces Presidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez de Losada, por qué había fracasado esa gestión. El ex mandatario explicó: "Es que yo les dije: con Chile, siempre pidan un poquito más".

La diferencia de lenguajes es esencial en la diplomacia. Mejor dicho: la diplomacia consiste en comprender el lenguaje del otro. Pero la lengua común que hablan Chile y Bolivia parece no encontrarse en punto alguno y se ve continuamente desbordada por la sensación de que sólo importa la realpolitik.

El cuarto elemento es Perú. Pero ni la más astuta política limeña podría haber pescado en el revuelto río chileno-boliviano si entre La Paz y Santiago hubiese existido alguna vez la certeza de que un paso no es un retroceso, que un acuerdo no es una controversia y que un gesto no es una hostilidad.

El caso es que, a un año de instalado, el gobierno de Piñera enfrenta el peor cuadro vecinal que se haya planteado desde los años 80. ¿Circunstancial, estructural, heredado, inevitable, molesto, irrelevante, delicado, peligroso? Todas las anteriores.

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